
Por mucho que Francisco haya querido hacer de su muerte un hecho íntimo, el fallecimiento de un pontífice no le pertenece a él, sino a sus fieles
25 abr 2025 . Actualizado a las 14:38 h.Esperábamos una tormenta eléctrica sobre la ciudad de Roma, pero la lluvia y los rayos se estuvieron insinuando todo el día sin terminar de desatarse, al menos hasta bien entrada la tarde. Aún así, las nubes, con su dramatismo rococó, como las que abundan en los techos y las cúpulas de las iglesias de esta ciudad, parecían la obra apresurada de uno de aquellos antiguos artistas del papado. Está claro que Roma no puede evitar la belleza ni la estética ni el símbolo. Esta ciudad en la que el tráfico tiene que esquivar ruinas gloriosas y alberga en sus templos y museos la mitad de la belleza del mundo, parece que se resiste al deseo de un papa de tener un funeral lo más sencillo posible. Juan Pablo II había pedido lo mismo y Roma congregó a millones de peregrinos. También esta vez, aún si a Roma no le cae finalmente la tromba de agua, ya se le está viniendo encima una de visitantes, mandatarios, policías, periodistas... La simplicidad no es algo que siempre pueda elegir uno, y por mucho que Francisco haya querido hacer de su muerte un hecho íntimo, la muerte de un pontífice no le pertenece a él, Pertenece a sus fieles, a la actualidad internacional y a esta vieja ciudad que, al fin y al cabo, resucitó del olvido a raíz de la tumba de un papa (la de San Pedro).
Curiosamente, las exequias pontificias verdaderamente sencillas fueron las de un papa que no insistió en la idea de la humildad: Benedicto XVI. Su fallecimiento no se anunció públicamente, no repicaron por él las campanas. Incluso fue sepultado en una tumba prestada (la que había acogido los restos de Juan Pablo II antes de su beatificación). Quizás, en aquel caso, la sencillez fuese un modo de disimular aquella anomalía del papa que había querido dejar de ser papa. Pero se dice que fue entonces cuando Francisco, celebrante principal de aquel funeral por Benedicto XVI, empezó a meditar el modo en quería que fuese su propia marcha de este mundo.
De momento, en contra del protocolo, la verificación de la muerte de Francisco se ha hecho en la intimidad, y se ha prescindido de los tres féretros (incluido el de ciprés, que simbolizaba la inmortalidad). También se ha suprimido el catafalco en el que se depositaba el féretro papal. No estaba claro si a los fieles que desfilaban ante sus restos en San Pedro esto les facilitaba o dificultaba su forma moderna de la reliquia, que es la foto del móvil. Flanqueado el féretro por cuatro gendarmes con alabardas, los visitantes disponían de unos pocos segundos. Había quien ensayaba una apresurada señal de la cruz, quien tiraba un beso con ojos llorosos... El finado Francisco se mostraba con la casulla roja que simboliza la sangre de Cristo y con la mitra de obispo de Roma. Entre las manos le habían enredado un rosario, y en el dedo anular derecho era visible el anillo que solía llevar cuando era arzobispo de Buenos Aires. Roma, que está acostumbrada a los turistas y a los peregrinos, ha visto pocas colas tan interminables. Fuera, en la Plaza de San Pedro era fácil distinguir a los turistas, con su disciplina y su determinación, de los peregrinos, los grupos coloristas y circunspectos de latinoamericanos, polacos o africanos que caminaban un tanto desconcertados. Unos pensaban en la solemnidad del lugar, los otros en la del momento. Todos miraban ocasionalmente hacia arriba, hacia el cielo, donde la tormenta seguía sin decidirse a descargar. Unos pensaban en si les merecería la pena volver al hotel a por un paraguas, mientras que los otros quizá meditasen, aunque fuese subconscientemente, en ese símbolo de la turbulencia y la purificación.